06 septiembre 2013

La esperanza es lo último que se pierde.

En todas las guerras que la humanidad ha sufrido se han perdido millones de vidas, inoncentes o no, siguen siendo vidas. Específicamente, durante la Segunda Guerra mundial, con los movimientos fascistas, el movimiento nazi, millones y millones de personas inocentes fueron ajusticiadas por el mero hecho de pertenecer a una religión, "raza" u opinión distinta a la que se pensaba "normal", "lógica".
 A día de hoy, parece que somos un tanto más racionales, pero solo parece, pues ese racismo, ese apuro a relacionarse con gente que no es de nuestra misma "raza" o religión sigue ahí, presente a cada minuto, en todo el mundo. Pero si bien es cierto que no todos somos del mismo país, no tenemos el mismo color de piel, es aún más cierto que todos y cada uno de los habitantes de este planeta pertenecemos a la misma raza: la raza humana. Personalmente, me avergüenza saber que tanto en el pasado, a partir de toda esa barbarie que nuestros antepasados cometieron, a día de hoy sigue habiendo gente que piensa que es superior a otra por su color de piel, su color de pelo, la forma de sus ojos, su metabolismo... señores, estamos en el siglo XXI, nos creemos los dioses del universo y no somos nada, absolutamente nada. De hecho, repito, me avergüenzo de la humanidad y de todas las atrocidades que ha cometido a lo largo de la Historia, y que por supuesto, se siguen y se seguirán cometiendo.
 Ahora bien, la inspiración hoy me viene gracias a una película sobre la Segunda Guerra Mundial: El Pianista. Así como La lista de Schindler o La vida es bella, me ha dado qué pensar.
  No me puedo imaginar lo que tuvieron que sufrir todas aquellas personas inocentes, sin comprender por qué las trataban así, como a animales. No puedo imaginar lo que tenía que ser despertarte por la explosión de una bomba, levantarte y ver la calle en la que vives en llamas, destruida; o levantarte en un barracón con cien personas más, sin a penas espacio. Vivir con el miedo de que en cualquier momento te pueden disparar a quemaropa, con una frialdad inhumana. Vivir escondido, protegiendo a tus seres queridos y que un día os descubran y te hagan ver cómo matan sin compasión delante de tus propias narices a tu hijo, tu hermana, su pareja, tus padres... Eso es dolor y sufrimiento. Tenemos la suerte de no haber vivido ni de lejos aquello y aun así, a pesar de saber todo aquello, incluso llegar a conocer a alguien, haber visto alguna entrevista de alguien que lo haya llegado a vivir, tenemos el valor y la vergüenza de permitirnos cerrar los ojos a todo eso, ser racistas, discriminar a nuestros vecinos y compañeros, o incluso continuar con ese asqueroso legado.  Ver películas basadas en hechos reales así, tan crueles, tan atroces, debería darnos a todos qué pensar.
 Pero en medio de todo ese caos, de toda esa barbarie, siempre queda un rayito de esperanza: el propio Schindler, o Wilm Hosenfeld, el militar alemán que salvó la vida de Szpilman. Aún a pesar de haber recibido la educación y la instrucción que recibieron, supieron abrir los ojos y ver que todo aquello no llevaba a ningún sitio más que a la destrucción humana. En medio de todas esas desgracias, y de todos esos desgraciados, había gente buena, había gente con corazón.
 Supongo que es cierto eso de que la esperanza es lo último que se pierde, por muy negro que esté el cielo. Y si todos supiéramos ver con el corazón, nos podríamos ahorrar todas estas barbaridades, podríamos salvar millones de vidas inocentes.

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