Hace frío. Y no es solo que sea invierno, y que la humedad se le cuele por la ropa y haya que aguantarlo.
Hace frío porque al llegar a casa el silencio es la única bienvenida que recibes. Y al ir a dormir, la cama nunca había estado tan fría, tan grande y tan vacía. Sin tener que dejar un hueco, sin la lucha eterna por el control de las mantas, que sabes que está perdida desde el primer momento y no te importa, porque es una excusa perfecta para pasar la noche abrazados.
Hace frío por la mañana, cuando los buenos días que recibes son del despertador. Cuando se cuela un pequeño rayo de sol por la ventana y sabes que no hay nadie que la abra para que entre más y lo salude. Cuando no te llega el olor a café recién hecho, que tú sabes que no le gusta, que solo lo hace para ti. Cuando no hay nadie que te retenga cinco minutos más porque no os vais a ver en todo el día y te va a echar de menos.
Hace frío los fines de semana, sin discusiones sobre qué serie ver, sobre si una película es mejor que otra, sobre qué pedir para cenar, porque estáis tan a gusto abrazados que duele perder hasta un segundo sin estar ahí. Hace frío en el cajón de los juegos de mesa que tristes empiezan a llenarse de polvo. Hace frío los domingos por la tarde, cuando el hueco del sofá está vacío, no hay dos tazas de té en la mesa y solo queda una manta con la que taparse.
Hace frío sin las guerras de cosquillas, sin las miradas cómplices ni las carreras torpes por el pasillo, ansiando llegar a la cama mientras dejáis un rastro de caos y ropa por el camino. Y en su hueco de la cama, en la ausencia de esas curvas donde te has perdido tantas veces que tus manos podrían dibujarlas de memoria, y donde tus labios han dejado tantos besos. Hace frío al ver que puedes localizar todos sus lunares, pero ya no tienes el mapa donde hacerlo.
Vaya que si hace frío.
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