Había una vez una princesa, era pequeña, estaba sola y no era gran cosa. Vivía en un castillo de hielo en el Norte; un castillo de piedra fría lo bastante grande para ella y todos su pensamientos y sentimientos, y la única compañía que tenía eran sus flores: lirios de color malva que nunca marchitaban y le daban esperanza, fuerza y alegría. La princesa salía muy poco del castillo, le daba miedo hacerlo, aunque cuando salía conocía a la gente de los alrededores. Normalmente eran buenos y ella se permitía quedarse fuera y abandonar un poco el castillo, pero a veces aparecían gigantes horribles que le obligaban a encerrarse de nuevo; otras veces era el miedo el que la hacía correr hasta su remanso de paz.
Un día apareció un muchacho. Era un muchacho normal y corriente, pasaba desapercibido. Pero había algo en él, su mirada, la forma de sonreír, que llamó la atención de la princesa. Poco a poco se acercaron el uno al otro, era una historia que se repetía: conocer a alguien con miedo a que le hiciera daño pero aguantar y disfrutar mientras no fuera así. Aunque no fuera nada excepcional en apariencia, ella se sentía muy agusto con él, era su compañero, siempre parecía tener una sonrisa para ella. Pero un día llegó una tormenta, los rayos iluminaban el cielo así como la cara del muchacho, y la princesa pudo ver que algo iba mal. Él le habló, le habló de una manera en la que no la había hecho antes y le dijo que debía irse, otros asuntos le esperaban. Ella lloró toda la noche y volvió a encerrarse en su habitación. Pasó el tiempo y perdió la esperanza de que el muchacho volviera, así que optó por ser indiferente con respecto a él.
Llegó un día, en la fiesta del poblado, ella estaba pasandolo en grande, y le vio. Como otras veces, ninguno se dirigió palabra, el orgullo era más grande que ella misma y él... sólo él sabía lo que pensaba, pero él se dirigió a ella y le volvió a hablar. Pasaron los días y muy poco a poco volvieron a hablar, a compartir cosas, a verse. Cada vez más. Ella se sentía insegura, traicionada y no quería que él volviera a desaparecer. Pese a eso, él volvió con fuerza y llegó hasta el castillo de la princesa, donde compartirían secretos, historias... Ella se quedaba en blanco al escucharle; cuando escuchaba sus historias no había nada más, y muchos días se hacían eternos mientras esperaba la noche y poder escucharle. Ella acabó por reconocer quien era aquel muchacho: era un rey, un rey del Norte, pero no uno cualquiera, era su rey del Norte.
Ella se esforzaba siempre por verle sonreír, por hacerle feliz siempre que podía, pero nunca parecía ser suficiente y eso siempre le dolía, pero nunca dejó de intentarlo. Siempre le dedicaba sus mejores sonrisas, intentaba ser feliz en su presencia, pues sabía que si ella estaba triste, él se entristecía y que él fuera feliz era lo que más le preocupaba. Le dejó ver o entrever algunos de los secretos que escondía, hablaba con él sin miedo a que no le escuchara, y sabía que al final de la noche él le daría un abrazo arctico, un beso en la frente y ella podría dormir en paz.
Pero todo eso no duraría mucho, pues ella no era capaz de darle todo lo que él ansiaba. Y llegó el momento que ella pensaba que nunca llegaría. Ella se despertó y vio nubes de tormenta, de nuevo, sus flores se veían marchitas y supo lo que venía a continuación. Él estaba sentado en una roca junto al lago donde solían ir a pasear, estaba alicaído, se le notaba desde lejos. Ni siquiera la miró a los ojos cuando le dijo que se iba. Ella intentó suplicarle, pero se sentía abandonada, decepcionada, triste y frustrada, pues sabía que lo mejor para ambos era que él se marchara y encontrara lo que buscaba, pues solo así podrían volver a pasear juntos. Él se fue y ella se quedó sola en un castillo que se le quedaba enorme a una princesa tan pequeña como ella.
Intentando ser fuerte, la princesa se mostraba indiferente, pero por las noches las pesadillas la atacaban y el miedo la abrazaba entre sus fríos brazos. Y no era un frío normal, no, era un frío de los que te hielan hasta el alma y no te dejan respirar. Sin embargo, a pesar de todo eso, sus lirios malva cada día brillaban con más intensidad y la guardaban mejor de aquel horrible frío, como promesa de que su rey volvería.
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